En el torrente de ediciones de la actualidad, abundan las biografías. Unas pocas son producto de auténtica investigación, mientras las más son novelas que refritan o adulteran a placer lo que publicaron alguna vez los estudiosos. Llama la atención que, dentro de tan variopinto material, a nadie se le ocurra ocuparse de muchos maestros de escuelas y colegios, cuyas vidas parecen dramáticas novelas. Gente que formó generaciones, para terminar muriendo en una pobreza y un olvido que no ha subsanado el tardío gesto de bautizar calles y escuelas con sus nombres. Un par de casos emblemáticos son los de Alfredo Cosson y de Jorge Clark.
Alfredo Cosson
Durante muchas décadas, fue texto en los colegios de todo el país un voluminoso tomo: los "Trozos selectos de literatura", de Alfredo Cosson, que tuvo numerosas ediciones. El compilador era un docente de agitada existencia, un tramo de la cual transcurrió en Tucumán.
Cosson nació en Francia hacia 1820. "Hombre de mundo, viudo consolado de su matrimonio extinguido en París y ex buen mozo inconsolable", así como "cordial, generoso y buen amigo", lo describe Paul Groussac. Este lo trató largamente en Buenos Aires, cuando por fin el veterano maestro había encontrado cierta tranquilidad.
Se sabe que llegó al país desde Bolivia y que en Rosario se encontró con su compatriota Amadeo Jacques. Ambos no tenían cómo ganarse la vida. De poco servían sus títulos académicos en la semisalvaje Argentina de tiempos de la Confederación, más ocupada en guerras que en afanes de cultura. Resolvieron entonces dedicarse a la fotografía, la gran novedad de aquellos tiempos.
Foto, cátedra, panadería
Con una "máquina de daguerrotipia", trajinaron por el interior impresionando retratos en placas metálicas, que entregaban al cliente dentro de cajitas de pasta con forro interior de seda o de terciopelo. Anduvieron por Santiago, por Jujuy, por Salta, por Tucumán. Aquí se afincó Cosson, aprovechando que a Jacques lo habían nombrado director, en 1858, del Colegio San Miguel, primer intento de instrucción secundaria que conoció la provincia.
Jacques logró que Cosson entrara al cuerpo de profesores del San Miguel -que funcionaba en el actual local de la Escuela Sarmiento- para dictar Inglés, Historia y Geografía. Pero no por eso Cosson dejó los daguerrotipos, dado lo escaso del sueldo. Por la misma razón Jacques regenteaba, con su socio Juan Tranchard, una panadería, simultáneamente con el rectorado del Colegio. En realidad, el primer tiempo el único con sueldo era Jacques, y de sus haberes pasaba una pequeña cantidad a Cosson, cuyo nombramiento se firmó recién en 1860.
A Buenos Aires
Un día de 1862, Cosson no aguantó más y partió a Buenos Aires en busca de mejor fortuna. Poco después lo seguiría Jacques, harto de la ninguna comprensión que el Gobierno dispensaba a su tarea. Ambos serían bienvenidos en el Colegio Nacional porteño, desde entonces hasta el fin. Jacques fue memorable rector allí de 1864 a 1865, año de su muerte, y su compatriota sería el sucesor en esa función. Fue gracias al rector Cosson, quien los presentó en 1871, que Groussac trabó amistad con el entonces ministro Nicolás Avellaneda.
Como era tradición en los docentes, nunca el dinero le alcanzó para vivir. Puso un tiempo una librería en la "Manzana de las Luces", pero era ingenuo para los negocios: solía regalar libros a los estudiantes sin dinero. Así lo recordaría su discípulo Miguel Cané, quien lo defendió en el Congreso ante la inicua acusación de que vendía textos cuando era profesor. "Hombre de estudio, probo, de mucho amor por la juventud", lo calificaría con entusiasmo el autor de "Juvenilia".
Demente por las calles
En 1876, José Manuel Estrada reemplazó a Cosson en el rectorado del Nacional. Pero siguió enseñando hasta 1879, año en que debió retirarse, afectado por una enfermedad mental. Vagaba por las calles de Buenos Aires con el sombrero echado hacia atrás y la mirada perdida, sumergido "lenta y progresivamente en la demencia", recuerda Groussac.
Verdadero ángel guardián de este pobre extranjero sin familia ni recursos, fue el matrimonio de don Arturo Dubois y doña Ángela Guerineau. Lo habían conocido en Salta en su época de fotógrafo, lo llevaron a vivir con ellos, lo cuidaron hasta su fallecimiento -que ocurrió el 14 de julio de 1881- y lo inhumaron en la Recoleta. Hacia 1950, los descendientes de los Dubois-Guerineau trasladaron los restos hasta el cementerio de Lomas de Zamora, donde se hallan hoy. Con su conocida ingratitud, Tucumán nunca ha colocado allí una placa que recuerde el rol de Cosson en la época heroica de la educación provincial. Tampoco lo ha hecho aquel Colegio Nacional de Buenos Aires, que dirigió durante once años.
Jorge Clark
En cuanto al otro maestro desventurado, Jorge Clark, era un inglés de porte distinguido y elegante, nacido hacia 1802 en Calcuta, entonces parte de los dominios británicos. Llegó a la Argentina a temprana edad, y se destacó luego en Buenos Aires como profesor de materias mercantiles. En 1854 partió a Entre Ríos, para enseñar Inglés y Comercio en el célebre Colegio -poco después Nacional- de Concepción del Uruguay, que daba la mejor educación del país: allí estudiaron grandes personalidades de la generación del 80, empezando por los futuros presidentes Julio Argentino Roca y Victorino de la Plaza.
Según las referencias de Vicente Cutolo, desde el primer momento Clark se entendió de maravillas con ese memorable rector que era el doctor Alberto Larroque. Juntos armaron el plan de estudios, seleccionaron a los profesores por su calidad intelectual y personal y reorganizaron "el régimen interno, disciplinario, económico, higiénico y moral" de la casa. Clark, además de enseñar, cumplía las funciones de vicerrector y administrador.
La tarea de Larroque y Clark dio gran prestigio al Colegio, a lo largo y a lo ancho de la Confederación. Ambos integraron, en 1860, el Consejo de Instrucción Pública, donde se sentaban además varios de sus ex alumnos más destacados.
Secuelas de Pavón
Es sabido que el enfrentamiento entre el gobierno de la Confederación y el Estado de Buenos Aires culminó el 17 de septiembre de 1861, en la batalla de Pavón, donde se impusieron las fuerzas porteñas. La derrota confederada se reflejaría dramáticamente en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay.
El establecimiento dejó de recibir las partidas del presupuesto. No podía pagar el sueldo de los docentes ni atender a los proveedores, y el Gobierno Nacional se mostraba sordo a los angustiosos reclamos de Larroque y de Clark. El 20 de febrero de 1862, el gobernador Justo José de Urquiza clausuró el Colegio, y Clark quedó a cargo de la custodia de sus existencias. En junio, Urquiza se arrepintió: lo reabrió y adelantó algo de fondos a cuenta de los que debía aportar la Nación. Pero el Colegio parecía devastado: había perdido una enorme cantidad de alumnos, se habían suspendido las becas y, desde Buenos Aires, llegaba tarde y nunca el dinero mínimo para funcionar.
Finanzas en desastre
Narra Cutolo que "el administrador Clark, con la esperanza de que algún día le fueran devueltas las sumas que invertía, hizo frente a los gastos más apremiantes a cuenta de los fondos gubernamentales esperados que no llegaban; acudió a la benevolencia de los amigos y más tarde, agotados todos los recursos, comprometió su crédito personal contrayendo deudas y tomando a préstamo, sobre su firma, el dinero necesario".
La presión de los acreedores empezó a afectar gravemente la personalidad del bondadoso y pulcro profesor Clark, quien jamás había soñado verse envuelto en semejantes trances. De nada valió que se trasladara a Buenos Aires a realizar desesperadas gestiones. La guerra del Paraguay vino a hacer aún más arduo el logro de fondos. La aprobación de las cuentas se convertía en un calvario para Clark sobre quien, además, los calumniadores entrenaban la puntería.
Así pasaron tristes meses hasta que, el 30 de agosto de 1867, el administrador recibió la terrible noticia de que el Gobierno Nacional no podía hacerse cargo de la deuda del Colegio.
El tiro del final
Fue la gota que rebalsó el vaso. Ese mismo día, Clark resolvió poner fin al suplicio que venía soportando, y se pegó un tiro. Sus ex alumnos, que lo idolatraban, recibieron la noticia estupefactos y con inmenso dolor.
En el diario "El Nacional", Jorge Damianovich escribió que "nadie comprendió como él al amigo y al niño. Alma desprendida del paraíso para vagar sobre la tierra, jamás estuvo fuera de esa sublime armonía que forman los afectos; jamás hubo un amigo más querido, jamás un padre ha producido en los niños un cariño más respetuoso y sincero".
Sus ex alumnos iniciaron una colecta para atender a la desvalida familia que dejaba Clark: su esposa Matilde, ciega y demente; una hija enferma, Francisca, y un pequeño nieto, "deudos desgraciados del que en un tiempo fue para ellos amigo cariñoso y padre solícito", como los describió el diario. En el patio del colegio se alza, hoy, un busto de Jorge Clark, obra del escultor Lucio Correa Morales.